Cuando una entidad realiza su función propia, pero no de cualquier manera sino de un modo perfecto, entonces de dicha entidad decimos que es virtuosa o buena.
Es importante observar que según este punto de vista cabe hablar de virtud en un sentido muy amplio (a diferencia del modo actual de hablar que restringe la virtud al ámbito de las costumbres y la práctica moral). Nosotros utilizamos la palabra virtud y bondad en ciertos contextos de un modo parecido al griego, como cuando hablamos de un buen cuchillo para designar el cuchillo que corta ―es decir que es capaz de realizar su finalidad―, pero no de cualquier manera sino bien. En la noción aristotélica de virtud son importantes los conceptos de naturaleza y de finalidad: la virtud de un objeto tiene que ver con su naturaleza y aparece cuando la finalidad que está determinada por dicha naturaleza se cumple en el objeto en cuestión. Aristóteles muestra en “Ética a Nicómaco”, que la virtud humana no puede ser ni una facultad ni una pasión sino un hábito. Que sea un hábito quiere decir que aparece no por naturaleza sino como consecuencia del aprendizaje, y más exactamente de la práctica o repetición. La práctica o repetición de una acción genera en nosotros una disposición permanente o hábito ―de ahí que la tradición aristotélica hable de una segunda naturaleza para referirse a los hábitos― que nos permite de forma casi natural la realización de una tarea. Los hábitos pueden ser buenos o malos; son hábitos malos aquellos que nos alejan del cumplimiento de nuestra naturaleza y reciben el nombre de vicios, y son hábitos buenos aquellos por los que un sujeto cumple bien su función propia y reciben el nombre de virtudes.
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